El
hombre de barba se encuentra cómodamente sentado en un mullido sillón orejero
del salón de su casa. Viste un señorial batín de seda color borgoña con ribetes
oscuros. Entre sus manos sostiene el periódico deportivo del día y sobre la
mesita que tiene a su lado descansa, en un cenicero de cristal, el habano cuyo
humo impregna toda la habitación. Desde la calle llega un atenuado sonido que
resulta perturbador. A través de los visillos de la ventana se intuye una
multitud iracunda y vociferante, aunque no puede escucharlos bien ni verlos con
detalle. El señor del batín se atusa la barba y se coloca bien las gafas antes
de dejar el periódico sobre la mesa y coger el veguero del que aspira una profunda
calada, y con él en la mano se dirige a la ventana.
A
pie de calle escucha ya claramente los airados berridos de la multidud:
¡fascista! ¡franquista! ¡dictador!, le gritan enloquecidos. La caterva está
formada por un abigarrado grupo en el que se mezclan jóvenes andrajosos y
malolientes con pancartas anarquistas y antisistema, entre las que destaca una
chica con el pelo cortado a hachazos, que en estos momentos se huele el sobaco;
con personas de más edad y aspecto burgués, que portan símbolos nazionalistas y
supremacistas, entre quienes, en primera fila, vemos a un espantajo que parece
llevar el mocho de una fregona en la cabeza, junto a un obeso desagradable, que
mastica a dos carrillos un grasiento bocadillo de panceta. En otras
circunstancias ambos grupos se repelerían como el agua y el aceite y
probablemente se estarían enfrentando entre ellos, pero en esta ocasión les une
una bandera que unos lucen con la estrella comunista en rojo y los otros en
azúl, pero sobre todo les une el odio que desde niños han sembrado, con
falacias, en todos ellos.
Desde
la ventana, el señor vigila tranquilo. Cualquiera en su situación estaría
asustado y habría reaccionado ya, pero él sólo observa y espera. Podría avisar
a la policía y pedir que protejan su vivienda e incluso haber llamado al juzgado
de guardia para interponer una demanda, pero él continúa muy serio, mirando por
la ventana, escondido detrás de las cortinas, fumándose el puro. Y poco a poco
la masa que está haciendo el escrache
empieza a mostrarse cada vez más violenta. Ya han cortado la calle con
barricadas, para impedir que se acerquen los agentes de la autoridad y han
empezado a tirar piedras rompiendo las ventanas de la casa. Pero aún así el
asediado no se inmuta, tan sólo ha aparecido en su mirada un brillo de
inteligencia que parece indicar que lo tiene todo controlado. Y efectivamente,
cuando los más violentos del grupo empiezan a encender cócteles molotov con los
que, sin duda, pretenden incendiar y destruir todo el edificio, el señor de
barbas deja sus gafas sobre la mesa y el habano en el cenicero, y se quita
lentamente el batín, dejando ver el kimono de kárate, blanco con cinturón
negro, que lleva debajo.
Entonces
Chuck Norris abre la ventana, se sube al alféizar y dando un impresionante
salto se sitúa en medio de la gentuza que lo amenazaba, comenzando a repartir
unas hostias como panes que, de nuevo, pasarán a la historia de ese pueblo al
que tanto le gusta rememorar sus derrotas. Sus puños y pies van derribando uno
a uno a todos sus adversarios al grito de ¡155! ¡Constitución! ¡democracia!
¡libertad!. Y los malvados, mientras son arrojados fuera, comienzan con el
llanto y el crujir de dientes que les permitirán estar otros ochenta años
quejándose de su mala suerte.
Publicado el 25/10/2017 en OKdiario